domingo, 4 de abril de 2021

CHAMPIÑONES RELLENOS DE GAMBAS AL AJILLO

 


Los dos últimos años en el instituto de mis hijas coincidimos con una señora que venía de Huelva buscando paz a Sevilla. Matriculó a su hijo en el centro en el que durante algunos años y hasta que Candela terminó, mi Santo fue presidente de la AMPA. 

Los dos, junto a un grupo de amigos, convertimos algunos objetivos en realidad y participamos como pudimos en la vida académica de un lugar tan viejuno como cómodo por estar en el centro de Sevilla. Es un centro lleno de chicas y chicos nada problemáticos. 

Durante los años de "amperos" debimos pelear a cara de perro en algunos momentos con los tan imprescindibles como cabezones profesores y equipo directivo del instituto. Para algunos de ellos era un peculiar cementerio de elefantes en el que pasar sus últimos años de profesión de forma cómoda y sin complicaciones, esperando la jubilación sin intención alguna de complicarse la existencia. Esto chocaba enormemente con quienes pensábamos que los padres deben ser parte activa e importante de la comunidad educativa. Así lo marca la ley y así debería ser. Nunca es fácil. Supongo que para ellos, los profesores, tampoco. A nadie nos gusta que nos invadan nuestra mesa de trabajo con mil ideas que en su gran mayoría son difíciles de conseguir. Pero bueno, esa etapa pasó y con ella nuestra inquietud de tener niñas bachilleres. Ellos, los profesores que aún no se hayan jubilado, allí seguirán dando rodeos e intentando evitar a los nuevos intensos padres que cada año renuevan caras y energías.

Una vez puestos en antecedentes, vuelvo a esta buena señora. Alta, muy alta, fuerte, rotunda. Su sola presencia hacía que escucharla con los cinco sentidos fuera de obligado cumplimiento. Maestra. Sabía todos los pasos a seguir en los  protocolos encaminados a atender a niños conflictivos. El suyo lo era y la AMPA, una vía para solucionar esos conflictos. 

Entre charla y charla, sobre todo con Mingo, fuimos enlazando una historia dura y complicada. Una separación traumática a la que ella achacaba la mala influencia del padre sobre el hijo. Harta de ir de despacho en despacho para solucionar problemas que, siempre según su versión, el padre volvía a provocar en nada de tiempo, decide trasladarse a Sevilla y traer con ella a su hijo. A un chico con problemas si además le añades el sobresfuerzo de adaptación a un nuevo lugar, aunque a veces pueda funcionar, en este caso el cambio no dio buen resultado. 

Se inicia de nuevo el periplo de esta mujer de despacho en despacho de Delegación, dirección del centro, jefa de estudios y AMPA,  agotando y acotando otra vez las energías de quienes con ella teníamos cierta relación.

Y no es incomprensión, no. Tampoco comodidad, no. Con este chico se iniciaron todos los protocolos habidos y por haber a disposición de padres y profesores sin conseguir demasiados resultados. 

Esta señora se compró un piso enfrente de nuestra casa. Coincidíamos mucho por la calle porque ella paseaba a su gran perro y nosotros a nuestra pequeña Mori y, debo reconocerlo, cuando ya nosotros estábamos fuera del instituto, se nos hacía muy pesado hablar de lo mal que le iba todo o que ahora llevaba una época mejor o que el padre había vuelto a convencer al niño para que se volviera a Huelva con él. La escuchábamos, le dábamos nuestra opinión o consejo y cuando nos despedíamos, mi Santo y yo nos mirábamos con cara de decir: "¡¡Señor, que cruz!!".

Este año pasado, con el aislamiento obligado por el covid, desde nuestro balcón veíamos al chico pasear al perro. Muy alto y delgado, el pelo revuelto y aunque hiciera frío, casi siempre iba con unas chanclas como si estuviera en la playa.

Pasamos el verano en el pueblo y a la vuelta, septiembre atropella a octubre y octubre a noviembre. De atropello en atropello nos plantamos en marzo y estamos arriba en la azotea de casa charlando con una vecina y nos cuenta una de las historias más duras que he oído en mi vida.

Cuando a un crimen le ponemos cara, el corazón se encoje, el alma se te viene al suelo y la angustia perturba nuestro bienestar.

Esta señora de la que os hablo, en contra de la opinión de amigos y familiares, se va sola a la playa con su hijo el mes de julio. El hijo mató a la madre  asfixiándola con sus manos. 

No puedo evitar ver en mi cabeza la mirada de súplica e incredulidad fija en los ojos de su hijo y que, imagino yo, debió preceder a la muerte de esta mujer. Pero tampoco puedo evitar pensar que la vida para ese hijo y todo su entorno será siempre turbia, atormentada, dura, inexistente. Vivir sin vivir. Estar sin estar. Ser sin ser. Él intentó suicidarse pero avisó a su psicóloga de lo que había hecho y de lo que pretendía hacer, dando tiempo a que llegaran los servicios de emergencia para evitar que él muriera, pero ya nada pudieron hacer por la madre. 

Estas noticias las vemos en la sección de breves de los periódicos y, aunque nos impactan, claro está,  dejas de pensar en ellas en unos días. Este caso, seguro, no lo olvidaré nunca. Cada día paso si no una vez, dos veces por la puerta de esta mujer que cambió su vida, su entorno y sus ilusiones en busca de la felicidad de su hijo. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para darle una vida feliz a una persona enferma de pena. No hay peor enfermedad que esa. El tormento que ha debido vivir ese niño junto a su madre habrá sido terrible. El tormento que ha vivido esa mujer desde que parió al tercero de sus tres hijos hasta su último momento de aliento, debió ser penoso. Un corto camino que para ella seguro que fue eterno, lento, lleno de obstáculos y con un final fatal. 

Esta sociedad no está preparada para acoger al diferente. Nosotros no estamos siempre dispuestos a aceptar que lo sean. Se escapa de nuestra capacidad entender ciertas cosas que ocurren más veces de las que creemos. Hay mucha gente que trabaja en estos asuntos. Para ellos va hoy mi agradecimiento porque la psicóloga que atendía al chico, los profesores que le daban clase, sus hermanos, el médico al que acudía, su padre, sus abuelos, todos ellos han debido afrontar esta situación con mucho desasosiego y frustración. Hay cosas que parecen inevitables por mucho que se sospeche un fatal desenlace, pero la inercia de la vida arrollando a veces todo lo que encuentra a su paso, se convierte en la tormenta perfecta que nada ni nadie puede parar.


Pero habrá que seguir comiendo.... Hoy, otra receta de las fáciles....


INGREDIENTES:


10/12 champiñones grandes

1/2 kilo de gambas crudas

Perejil

Sal

1 cayena

Aceite de oliva virgen

1 cabeza de ajos


PREPARACIÓN:

 

Limpiamos (sin mojarlos) los champiñones quitándoles la capa fina de fuera y el tallo.

Los ponemos en la bandeja del horno o en una plancha, como queráis. Espolvoreamos un poco de sal y aceite por encima y dejamos que se hagan durante unos 20 ó 30 minutos.

En una sartén ponemos aceite de oliva y la pimienta cayena. Picamos los ajos y los echamos en la sartén. Dejamos que se hagan un poco. Sacamos la cayena si no queremos que nos salga muy picante.

Pelamos y cortamos las gambas en trozos. Las echamos en la sartén cuando los ajos empiecen a dorar, le damos una vuelta y apartamos. Salamos. Las gambas se hacen muy pronto.

Cuando estén listos los champiñones los vamos rellenando de gambas y espolvoreamos con perejil fresco recién picado. Listo para comer!!!.



Esta película también ha sido de las que más me ha impactado



4 comentarios:

  1. Ufff... Vaya historia... Todo está más cerca de lo que pensamos.

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  2. Cuando la realidad supera a la ficción... Que horror de vida.

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  3. Los champiñones estarán riquísimos y el relato... excelente, la pura realidad y el fracaso de la sociedad. Besos

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  4. Sin palabras, qué historia más dura

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