Apenas el sol viene calentando entre las encinas, higueras y olivos dibujando curiosas imágenes a través de sus hojas, el carbón del anafe ya está hecho brasas. Encima del fuego, la olla con los garbanzos empezando a burbujear y desprendiendo un olor tan familiar como apetecible. El cartón de huevos, manchado de grasa y quemado por las esquinas, es movido con ganas a modo de abanico para avivar las brasas cuando se ralentiza el calor. En el fuego de la cocina de butano, otra olla con agua hierve una morcilla de sangre de la matanza para desgrasarla. Y, previamente, los huesos de espinazo, el tocino, el trompo de cerdo y la oreja habían sido desalados la noche anterior cuando los sacó del saladero y puso a remojo los garbanzos: dos puñaditos por persona, el agua templada y un pellizco de sal. El tintineo de los garbanzos al caer en la olla, una nana que acompaña infinitas noches.
Ahora, sus manos pelan las patatas, las lava y corta en trozos muy pequeños sobre un azafate de zinc blanco con el borde azul descascarillado por varios sitios. Esta labor, parsimoniosa y concienzuda casi a buen seguro sirve para ordenar en su mente las tareas del día, hablar con el marido cuando llegue a almorzar. La escuela de las niñas: más cartillas y más lápices para comprar...!. Las garrafas de aceite: sólo quedaba la última, tendría que ir al molino a por más; la reforma que debían hacer en el cuarto de baño, los alambres que este hombre, ay señor, no para de comprar y así no hay manera de ahorrar para la obra. La leche de las ovejas y las cabras, que la deje allí abajo porque el queso le toca hoy a la nuera. También le dirá que todavía no han recibido la carta de los de Barcelona este mes...
Esta liturgia, mucho más sagrada para ella que la misa de los domingos a la que casi nunca iba, repetida hasta la saciedad a lo largo de su vida, enmarcó una realidad de entrega a los demás que, con alguna queja que otra, iba enlazando un día con el otro, un verano con el otoño y unas navidades con la feria del pueblo. El tapiz tejido durante su existencia cubre hoy su cama de matrimonio, el arca de madera, el doblado con las patatas extendidas para que no se pudrieran, la cesta de mimbre donde las bajaba, la terraza con los alambres donde secar la ropa, su sillón donde tantas horas vio en la tele alguna novela y el pasapalabra y, también, sus atardeceres silenciosos y a oscuras que tanto la invitaban a meditar y que tanto le gustaban. Pero sobre todo, ese tapiz cubre cada rincón de su cocina. En ella sus manos parece que sigan presentes en cada puchero, en el barril de la Virgen de los Remedios, en el almanaque de los piensos, en la foto de soldado de su hijo mayor, en esas sartenes tan viejas y tan bien cuidadas, en el azucarero que sólo usaba ella, en su taza de desayuno con su cuchara que a nadie dejaba usar. Sus pies la llevaban más rápido de lo que su cuerpo podía escaleras arriba, escaleras abajo, de la cocina al salón, del salón a la cocina.
Ese fue mi mundo durante muchos años. La protagonista de esta pequeña historia, Lorenza, mi madre guapa.
Los recuerdos y las vivencias, con el paso del tiempo se van dulcificando y de alguna manera nos vamos reconciliando con lo que fuimos, con lo que nos rodeó y con quien nos parió, porque si bien ahora, con la perspectiva del tiempo pasado y mucho vivido, un halo romántico envuelve esos recuerdos, cuando fueron vividos, la dureza de algunas circunstancias hicieron más de una vez que las lágrimas inundaran nuestro rostro y las palabras se quedaran en la garganta. Y esos nudos en la garganta debimos tragarlos sin ninguna contemplación.
Este domingo, limpiando la lápida de mi madre para los días que se avecinan, un sol radiante nos alumbraba. Y en cada paso de la bayeta por las letras que revelan su nombre, la imagen de sus manos cortando las patatas o las rebanadas de pan que por las tardes nos daba con aceite y azúcar, parecía como si por un momento se hubieran unido a las mías para calmar mi añoranza de ella. Es cierto que siempre está en mí, conmigo, con todos nosotros, pero también es cierto que unos días más que otros.
Hoy me observo y observo a mis hermanas. Es curioso como nos vamos pareciendo cada día más a ella. Y lo que antes podía resultar chocante y hasta no gustarnos, ahora nos despierta una gran sonrisa. El círculo de la vida que vamos recorriendo, poco a poco lo vamos completando y al menos para mí, refugiarme en el calor de mi madre me sigue dando fuerzas para seguir, para amar a mis hijas, para intentar entenderlas, también para ser dura con ellas cuando creo que hay que serlo. Es ley de vida.
El calor de una madre se lleva siempre impregnado en cada rincón de nuestra piel y en cada sentir de nuestro corazón. Y al contrario de lo que pueda parecer, cuando ya no están, nunca desaparecen porque la esencia de nuestro ser es parte de la esencia de ese ser que nos dio a luz. Por eso yo siento a mi madre con alegría por sus cosas, con mucha calma de haberla entendido y querido y por haberla acompañado cuando lo necesitó.
Lorenza es mi madre y lo digo en presente porque nunca dejará de serlo.
INGREDIENTES
1 kilo de guisantes congelados
1/2 kilo de calamares
Tinta de calamar
Cebolla
Ajo
1 tomate
1 puerro
Perejil
Vino blanco
1 litro de caldo de verduras
1 huevo por comensal
PREPARACIÓN
Descongelar los guisantes en agua hirviendo durante unos minutos. No necesita mucho porque luego se cocerán en el guiso.
En una olla poner un poco de aceite, cortar la cebolla y el puerro en trozos pequeños y al fuego. Cuando la cebolla empiece a trasparentar, añadir los ajos cortados en láminas. Dejar un par de minutos y echar el tomate rallado. Remover.
Añadimos los guisantes al sofrito, unimos todos los ingredientes, echamos un vaso de vino blanco, esperamos que evapore el alcohol, ponemos la tinta de calamar y el caldo de verduras. Dejamos cocer.
En una sartén ponemos una cucharada de aceite y asamos los calamares cortados en dados pequeños. Cuando estén doraditos, añadimos a la olla de los guisantes con el jugo que han soltado. Salpimentamos, removemos y dejamos cocer hasta que los guisantes estén blandos.
Ponemos un cazo con agua y un poco de vinagre a cocer. Cuando esté a punto de hervir, echamos el huevo y dejamos que se cubra la yema con la clara. Sacamos y escurrimos bien. Hacemos los mismo con los otros huevos y al servir los guisantes, los vamos poniendo encima espolvoreando un poco de perejil.
Otro relato que me emociona, mi querida Feli. El final, te lo copio para mi papaito, que sólo le faltó parirnos....como él nos decía muchas veces....jajaja y que le hubiera encantado llevarnos dentro en su barriga....
ResponderEliminarCuánto me gusta siempre como escribes.
I love you
Bonito relato, es increíble como esos actos cotidianos, a los que parece que no les prestamos atención cuando están sucediendo, pueden marcar nuestros recuerdos...
ResponderEliminarLa receta... De las que merece ser preparada... Pintazaaaa 😘😘
Ya echaba de menos tus relatos tan bien narrados. Una fotografía histórica y poética de tu madre y tu pasado. Maravillosamente descrito!!!
ResponderEliminarUn abrazo.
Los guisantes tienen buena pinta.
ResponderEliminarEl relato, el relato es impresionante, parece que lo estaba viendo y sí querida... cuanto más mayores nos hacemos más nos parecemos a ellos. ORGULLO, besos.
No lo has podido expresar mejor, las recordamos y las sentimos en cada rincón y en los momentos que nos afligen y que nos emocionan.
ResponderEliminarGracias, amiga mía.