A estas alturas de la vida ya sabemos todos que el ser humano no puede vivir en soledad, y quién lo hace, está quizás muy alejado de esa idea que tenemos de persona cercana y amable. Cuando ocurren ciertas tragedias en la vida o cuando la alegría por vivir un momento especial y feliz es mucha, si no lo podemos compartir con nadie, todo se diluye con tanta rapidez que en un parpadeo parece como si no hubiera ocurrido. Necesitamos ser y sobre todo estar por y con los demás. Y no es suficiente con la pareja o los hijos. Tampoco con el resto de la familia o los amigos. Obligarnos a tener presencia entre los desconocidos supone una riqueza para nosotros, porque cuando se es amable, comprensivo, hospitalario y eficaz con todo el entorno, se consiguen cotas de humanidad muy necesarias en estos tiempos que vivimos en los que es muy fácil hacerse amigo íntimo de una pantalla de ordenador, tablet o móvil.
Estoy segura de que si dejáramos de mirarnos a nosotros para intentar entender un poco a los demás, este mundo giraría con mucha más justicia. Si permanecemos siempre enrocados en nuestro parecer, perderemos la oportunidad de crecer con el parecer de los demás. Porque todo enriquece y porque si paramos, el mundo acaba asfixiándonos con la soga de la indiferencia.
Cuando eres joven y el afán de independencia y desarrollo como persona es el motor de nuestra vida, quizás descuidemos lo que realmente tiene importancia: vivir la vida a compás del tiempo. No adelantar el paso; tampoco ir a remolque del destino. Disfrutar la vida a golpe de taberna, llorar la vida sin prisas, sin ansiolíticos o antidepresivos, porque la exigencia impuesta por nosotros mismos de estar siempre en "ON", nos impide vivir sensaciones que cumplen su función de ir modelando nuestra personalidad y capacidad de accionar el "OFF".
Para quienes dar vueltas a todo y a todos es un principio sobre el que basamos gran parte de nuestro aprendizaje, observamos con cierta tristeza a aquellos que se vuelven en verdaderos tristes de la vida porque sólo hacen exigir sin aportar prácticamente nada.
Esta receta que hoy os pongo es de la Pepa, mi Pepa. Una mujer generosa donde las haya.
Y estas palabras de hoy se las dedico a mi hermana Antonia; mi Chica, que hace unos días cumplió años. Mi hermana Antonia es una de esas personas a las que siempre busco cuando necesito recargar baterías, cuando necesito volver a mis raíces porque por circunstancias distintas olvido que la verdadera razón de seguir caminando nos la dan ellos, los de siempre. Un referente tan fuerte en mi vida como ella, inevitablemente se convierte en alguien muy necesitado. Y más la necesito cuando sé que ella más me necesita a mí. Porque ella es fuerte, sí, pero también muy dependiente de los afectos, y sé con toda la seguridad del mundo, que mi afecto le sirve para caminar por su sendero que aunque parezca que nunca varía, a veces tiene la tentación de salir de él. Y no debemos preocuparnos, porque estos dos senderos de vida que son el suyo y el mío, por muchas vueltas que den alrededor del mundo, siempre acabarán unidos, igual que nuestras manos. Te quiero mi niña...
INGREDIENTES:
20 galletas maría
75 gramos de mantequilla para la base
3 huevos
1 lata pequeña de leche condensada
Lo mismo de leche normal
1 tarrina de queso crema (philadelphia)
Dulcemembrillo casero
Nueces
PREPARACIÓN:
Picamos las galletas y mezclamos con la mantequilla derretida para hacer la base de la tarta. Cubrimos el fondo de una tartera de horno.
En un bol batimos los huevos y vamos añadiendo el resto de ingredientes hasta que quede una crema consistente y sin grumos. Echamos sobre la base de galletas.
Hornear durante unos 50 minutos a 180 grados.
Cuando esté lista, dejamos enfriar, desmoldamos y cubrimos con el dulcemembrillo y espolvoreamos por encima las nueces.
A las tartas de queso le vienen muy bien la mermelada de fresas, pero me habían regalado este dulcemembrillo casero y no me pude resistir.
Esta canción la canta mi hermana muuuu requetebíen!!!
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